Karina Peisajovich



El viento
Por Karina Peisajovich

¿Qué es una cosa antes de que sea algo? ¿Se la puede llamar “cosa”? ¿Tiene que ser algo para que se la llame cosa? ¿Son, “cosa” y “algo”, lo mismo?
“Algo” es lo que existe previo a toda interpretación cultural; se resiste a la clasificación. Pero en esa resistencia no hay una evasión; “Algo” no quiere evitar el encuentro con las palabras, o con el pensamiento simbólico asociativo, sino que lucha por no ser cercado, agobiado, fagocitado o mal administrado por la bola de la cultura. Quiere prolongar su inexplicabilidad; ser puro fenómeno.
Por ejemplo, en la fotografía analógica se llama imagen latente, a esa luz a la que se ha expuesto la película una vez tomada la foto, pero cuya imagen aún no puede verse. La imagen ya está ahí, casi resuelta, pero no está disponible para ser codificada. La tensión entre ese estar ahí y su misma ausencia, transforma a ese espectro, en algo real y cierto.

Mi mente fluye en ese estado entre la forma y lo que no la tiene. Más que en las imágenes en sí mismas, pienso en la imágenes antes de que se conviertan en “cosa”, en “algo”. Pienso en las sustancias fundantes que las constituyen, en su materialidad más abstracta: la luz, la oscuridad, el contraste, el matiz y el espacio. De la combinatoria de todos estos elementos están hechas todas las imágenes, y son ellos los que hacen que el mundo visual exista ante nuestros ojos.
Las imágenes aparecen cuando la oscuridad irrumpe en la luz o viceversa. Generalmente la oscuridad se ve devaluada ante las jerarquías morales de la luz. Aún así, una no es nada sin la otra.
Ver no es algo externo a la imagen sino que se integra como parte de la cosa. La visualidad tiene una cualidad inexplicable de fantasma: es artificiosa, imaginaria, frágil, contingente y construida a la vez.
Solo lo afín puede reconocer a lo afín. Afinidad directa entre el ver y la imagen.

Siempre me sentí atraída por la matemática. No como un sistema de razonamiento, sino como una figura de lo abstracto que se resuelve por sí misma, está implícita en las cosas. Confío en la mística matemática.
Mientras me pierdo dentro de los procesos, recurro a la percepción dejando que ella actúe sola, y pido a la inteligencia que la organice en obra.
Veo a toda esta abstracción más como resultado de un ser metafísico, que como una gramática de la forma. Convivo con la ambivalencia de modelar estos seres inmateriales que van revelándose a través de lo material.
Aceptar los contornos del vacío es la materia de la que está hecha mi obra.

 

Revisando la genética de las obras en general, la historia del arte está plagada de movimientos que atentan contra sí, cuestionando permanentemente lo hecho anteriormente. ¿Por qué sería para el arte tan importante pensar en términos de continuidad y ruptura, viejo y nuevo, vanguardia y tradición? ¿Por qué debería asumir como suyas dicotomías propias de las ciencias evolutivas?
El arte es la única disciplina que goza del privilegio de no tener que probar una verdad. Y esta es su singularidad: la de construir la verdad sobre la base de la posibilidad de no serlo.

Los conceptos parecen resbaladizos, pero si se mira el arte desde cerca, lo nuevo puede aparecer como viejo y lo obsoleto como novedad.
Intercambian credenciales.
De lo único que da cuenta este intercambio sinuoso, es de lo que el arte ha hecho con el tiempo como material: la vanguardia contemporánea y la vanguardia histórica comparten los mismos espacios de exhibición; los museos muestran obras que han devenido canónicas junto a obras actuales y en base a esta línea de tiempo construyen sus artilugios.

La tradición es vanguardia enmohecida.
La vanguardia tiene destino de tradición.

La tradición parece anclarse atrás y la vanguardia deslizarse hacia adelante, pero al observarlas bajo la misma lente del arte, la vanguardia se desplaza hacia adelante mirando hacia atrás con cierta pretensión histérica, como esquivándole la mirada.
La vanguardia quiere ubicarse en los márgenes, desinteresada de los privilegios, pero a su vez anhela reconocimiento y legitimación.

La vanguardia es elitista.

Cuando la vanguardia festeja, empieza su decadencia…
Pero entonces, ¿cuando tiene verdaderamente lugar la vanguardia?
Asumir su destino fatal de volverse clásica es la mayor paradoja de la vanguardia, la de convertirse en canon y hablar moralmente el mismo lenguaje de la tradición.

La vanguardia es travesti.
La tradición fue travesti.

La idea que tenemos de vanguardia, finalmente, es un concepto tradicional; es una idea generada por la operatoria del mito.
El mito, como cualquier forma de demagogia, puede ser laboriosamente autoconstruido por un artista actual, puede ser alimentado por sus discípulos o seguidores para crear una mitología del entorno, o puede ser creado por la institución.

¿Es el mito una forma del ritual? ¿Una forma de sujeción?
¿Que sucedería si dejásemos al mito morir?

 

Los temas del presente pueden llegar a hacer algo raro con las obras, las vuelven periodísticas más que simbólicas, como si la cercanía con la realidad más próxima las proyectara en una longitud de onda muy corta.
La atmósfera que las circunda a la vez que las alimenta se las devora.
Las obras pierden su capacidad de huir, de arrojar sus propias fantasías.

¿Qué nos dice volver literal a la época? A diferencia del pasado, hoy artista y obra son interceptadas en medio de la investigación. Las obras son estudiadas, historizadas legitimadas o descartadas en el mismo instante en que se hacen. Las épocas van creando un tipo de artista. Las obras nacen de una especie de sumisión a la época, están agarradas a ella.
El artista contemporáneo está en una lucha constante contra sí mismo, contra su época y contra los agentes del arte que lo rodean.

¿Es posible estar en contacto con el presente pero negándose a la vez los formatos de su agenda inmediata?
¿Cómo estar en el mundo estando a la vez ausente?
Si uno de los síntomas de esta época es sentirse fuera del mundo, entonces, tal vez uno podría pensarse a sí mismo aún más lejos.

Giorgio Morandi, pintor italiano nacido en 1890, murió en 1964. Por sus ojos, pasaron casi todas las vanguardias del SXX: el postimpresionismo, el simbolismo, el fauvismo, el expresionismo, el cubismo, el futurismo, el orfismo, el rayonismo, el constructivismo, el suprematismo, la pintura metafísica, el dadaísmo, De stijl, Bauhaus, el art deco, el racionalismo, el neo romanticismo, la escuela de la boca, el novecento italiano, la nueva objetividad, el surrealismo, el expresionismo alemán, el realismo social, el arte concreto, el Madí, el arte concreto invención, el perceptismo, el informalismo, el expresionismo abstracto, el art brut, el brutalismo, el arte cinético, el op art, el pop art, el body art, la nueva figuración, el neo dada, fluxus, el arte de acción, el arte de los medios y los principios del minimalismo, además de la fotografía y el cine.
A pesar de haber sido contemporáneo a todos estos movimientos que delinearon la modernidad, sus obras descartaron casi todo lo anteriormente mencionado.
Exenta de cualquier forma de demagogia, su obra está compuesta por pinturas de pequeño formato cuyo motivo es casi siempre la naturaleza muerta, el bodegón o el paisaje; están pintadas en una paleta de colores desaturados, en las que las tonalidades viran desde el gris hacia los matices del pastel. Mas austeras que monótonas, se retiran de lo actual para volverse sobre sí.

Sin embargo, a medida que pasa el tiempo, cuando miro con detenimiento a los artistas que mas me interesan, algo resalta en todos ellos que los emparenta. No importa cuán disímiles parezcan entre si, ni el efecto que hayan ocasionado en la historia.
Las circunstancias del trabajo del artista son totales.
Estamos ahí íntegramente, sumidos en los vaivenes de la contradicción.
El proceso de la obra está lleno de errores y de situaciones inconexas, lineales y transversales. No siempre la obra hace lo que debería hacer, a veces se manifiesta mejor en su torpeza que en su acierto.
La coherencia y la adaptación no son atributos naturales del artista…

 

En el año 2014 me invitaron a mostrar una obra en el Museo Nacional de Bellas Artes, dentro de un ciclo llamado Bellos Jueves. El objetivo del ciclo era poner en diálogo el patrimonio del museo con obras de artistas contemporáneos. Los Bellos Jueves se hacían un jueves por mes y las muestras duraban un solo día.
En lugar de instalar una obra ya hecha, decidí intervenir sobre la iluminación existente en dos salas del museo: la sala 13 y la 19. Ambas dedicadas a la pintura francesa de la segunda mitad del siglo XlX.
Quería trabajar con lo que ya estaba ahí. Me parecía que las salas estaban impregnadas de circunstancias invisibles.

En la sala 13 apagué los focos de luz puntuales que iluminan las obras y encendí la luz de tubo fluorescente que utilizan los empleados del museo para limpiar y acondicionar las salas los días lunes, cuando el museo está cerrado al público. Investigando en imágenes de archivo, observé que este sistema de iluminación ya estaba en los techos de varias salas del museo, y que probablemente era la iluminación original diseñada por el arquitecto Alejandro Bustillo, responsable de la re funcionalización del edificio cuando el museo se traslada a esta sede en el año 1932.
Esta luz fría, pareja y cruda, que podría utilizarse en cualquier galería de arte contemporáneo, producía una dislocación en contraposición a los spots cálidos de las otras salas.
Luego, en la sala 19, modifiqué la dirección de los focos de luz. Como si la luz, embriagada, hubiera perdido el rumbo respecto de su función de iluminar las obras. Los haces aparecían ligeramente torcidos, resaltando la esquina del marco de un cuadro o una porción de la pared.
En ambos casos, quería desmontar la teatralidad, a veces sobreactuada, de las exhibiciones de arte y especialmente de los Museos.
Pienso que la luz de sala es uno de los tantos entramados que hacen que una muestra sea muestra, que una obra sea obra y que un espectador sea un espectador.
Que nada sea algo, y que ese algo, cubra todo.

Buenos Aires, febrero 2017
Karina Peisajovich



ARRIBA