Karina Peisajovich



Karina Peisajovich: Fade
Por Rodolfo Biscia

   Perseguir en las perturbaciones de la luz el principio constructivo de una obra es un proyecto que algunos escépticos encontrarán destinado de antemano al fracaso. A Karina Peisajovich, sin embargo, esa presunción parece resultarle ilusoria o sencillamente irrelevante: las dos instalaciones que integran Fade son la prueba elocuente de su destreza en lidiar con lo informe y lo intangible -esos atributos preliminares de la luminosidad pura-.

   En Sin título, la proyección lumínica convive con la pintura y no pocas veces reemplaza a la pincelada. El sfumato no es aquí un resultado sino un proceso: un literal disolverse en la luz o licuarse en la sombra. Por un lado, Peisajovich alienta esa paradoja según la cual algo amorfo como la pura luminosidad es capaz de definir perímetros y troquelar objetos con precisión casi quirúrgica; por otra parte, propicia la contaminación de los contornos: le interesa explorar esa zona donde la luz y la sombra confunden sus jurisdicciones. Perdiendo de este modo toda prerrogativa de neutralidad, la luz acaba revelando su turbulencia secreta y la turbiedad que le es connatural. En consecuencia, no cae inmaculada desde una altura celestial ni proviene de un origen ilocalizable: surge desde el piso, con presencia menos olímpica que terrenal. (Por lo demás, la obra no elude incluir en sí, con naturalidad, el dispositivo que la hace posible: es saludablemente indiferente a la discreción esteticista.)

   Es probable que cierta cualidad paisajística sea esencial en la obra de Karina Peisajovich: en efecto, Sin título inventa lejanías y conjura atmósferas con la suficiente eficacia como para desmentir el confinamiento a que parece destinarla la galería en que se aloja. Es en su intervención radical sobre el espacio arquitectónico donde se manifiesta el estupendo conflicto que ocasionan las fuerzas geométricas al desatarse. En ese espacio de tres dimensiones, se fraguan representaciones bidimensionales que lo contradicen y lo falsean; de acuerdo con la misma lógica, perspectivas "reales" y "ficticias" intercambian intrépidamente sus credenciales. Delgadas figuras de papel suspendidas se interponen entre las fuentes lumínicas y los espacios de proyección, ilustrando de inmediato los efectos insospechados que ocasiona la luz ante entreveros mínimos. Surgen así esos objetos que son, a un mismo tiempo, una revelación artística y un desafío epistemológico: un círculo que, como un sol doméstico, esconde palpitaciones de esfera; un rectángulo que misteriosamente aspira a convertirse en paralelepípedo; una prodigiosa cadena de rombos -algunos proyectados, otros pintados, otros definidos por la sombra- que, unidos por sus vértices, articulan heterogéneos planos perceptuales. Pero no es una intención ilusionista la que anima el despliegue de este complejo dispositivo, y si bien Peisajovich se desentiende de toda propuesta meramente lúdica, tampoco se preocupa por impartir lecciones pueriles acerca de los límites de la geometría euclidiana. Su propósito es a la vez más ambicioso y más discreto: la conmoción cautelosa de la mirada del espectador.

   Mediante una sustitución decidida, los espacios alternativamente vacíos, colmados y vueltos a deshabitar de Sin título dejan lugar a la gradación estática y a la solidificada temporalidad de Cascada . Si en un caso el curso temporal resulta indisociable de las imágenes mismas -la obra como puro transcurrir-, en el otro asistimos a una verdadera suspensión del fluir del tiempo. A la vez que enfatiza las conquistas de la obra precedente, Cascada parece atisbar desde su emplazamiento categórico, casi totémico, las potencialidades de una nueva serie.

   Al igual que los sonidos -insinúa la pedagogía implícita en Fade -, los fenómenos lumínicos pueden recorrer una gama que va desde el estrépito cromático hasta ese umbral en que, palideciendo, se acallan y se funden en la sombra. Es indudable, entonces, que esta obra no puede sino reclamar cierto sigilo y cierta sensibilidad infrecuente para la percepción del matiz. Sin embargo, su demanda es menos extrema que aquella que exige pulverizarnos los ojos contemplando una interminable puesta de sol. Le bastan apenas unos minutos de nuestra atención para sugerirnos que en todo lo que vemos -incluso en lo más resplandeciente- hay una promesa de desvanecimiento, y que esa promesa no es descorazonadora: es estética.


Texto para Fade en la Galería Braga Menéndez Arte Contemporáneo
Buenos Aires, marzo 2006



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